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Fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo, Miguel Miramón y Tomás Mejía, Cerro de las Campanas, 19 de junio de 1867.

Expediente 009 : Un fragmento de mis memorias

Autores: 
CALVILLO Y HOYOS, Melecio

Memoria manuscrita del doctor Calvillo en donde describe su participación como testigo en el fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo, Miramón y Mejía, así como en la autopsia y el embalsamamiento de los cuerpos. Este fragmento fue publicado con una introducción de Victoriano Salado Álvarez en el periódico "La Prensa" de San Antonio, Texas.

Ficha técnica
Título del expediente: 
Un fragmento de mis memorias
Donador: 
RUIZ VILLALPANDO, Rafael
Autores: 
CALVILLO Y HOYOS, Melecio
Tipo de documentos: 
Memoria
Fechas: 
01/1867
Lugar de escritura: 
Querétaro, Qro.
Lugares citados: 
Querétaro
Descripción: 
Memoria manuscrita del doctor Calvillo en donde describe su participación como testigo en el fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo, Miramón y Mejía, así como en la autopsia y el embalsamamiento de los cuerpos. Este fragmento fue publicado con una introducción de Victoriano Salado Álvarez en el periódico "La Prensa" de San Antonio, Texas.
Documentos anexos: 
Artículos de periódico
Documentos digitalizados: 
application/pdf icon09ok.pdf
Fojas (documentos anexos): 
4ff.
Fotografías: 

Expediente 009

Descarga el expediente aquí

Fotografía 1. Maximiliano de Habsburgo. Embalsamado
A mi muy estimado y respetado paisano el Sr. Dr. Don Agustín Rivera, como muestra de mi gratitud por el regalo que se ha dignado hacerme de algunas de sus interesantes producciones.

Llego a un punto de mis memorias que hace época en mi vida, como lo hace también de una manera culminante en los anales de la historia de México. Me refiero al sangriento episodio del Cerro de las Campanas: voy a referirlo circunstanciadamente, describiendo las impresiones que me produjo tal suceso, ya que el destino me designó un papel, nada envidiable por cierto, en aquel terrible drama que conmovió al mundo.

Me encontraba en el hospital militar del pueblito, cuya dirección está a mi cargo, y me ocupaba en revisar las estancias en la administración cuando se presentó un ordenanza del Cuartel General, portador de un pliego cerrado que puso en mis manos: lo abrí devolviéndole la cubierta, y leí la orden siguiente: "Hoy a las tres estará Ud. en la Alameda para dar fe de la muerte de los reos Maximiliano de Habsburgo, Miguel Miramón y Tomas Mejía, que van a ser ejecutados". Quedé estupefacto, y mi sorpresa fue tanto mayor, cuanto que aquella orden concisa y perentoria, contrariaba mi creencia, de que las cosas no se llevarían a un extremo tan terrible. A la sazón estaba allí el Dr. D. Joaquín Martínez, anciano médico imperialista que, con otros cuatro o cinco, cayó prisionero; a todos se les había obligado, me preguntó:
–¿Qué le pasa?– Por toda contestación puse a su vista la fatal comunicación, la leyó y se puso densamente pálido y convulso, la dejó sobre una mesa e inclinó la cabeza. Su dolor, al enterarse de la suerte que le aguardaba a aquel a quien había consagrado toda su adhesión, se tradujo por un par de lágrimas que silenciosas resbalaron por sus rugosas mejillas.

Ambos quedamos pensativos. –¿Qué le parece a Ud?– le pregunté después de algún rato. El hizo un gesto de triste y dolorosa resignación.
– Yo quisiera excusarme,– añadí: no, yo no quiero presenciar eso.
– Pero ¿qué va Ud. a hacer?– me interpeló con afectuoso interés,
– Voy a ver a Rivadeneira, o al mismo General Escobedo–, y me puse en pie, mandé acercar un guallín de ambulancia y partí para Querétaro. Descendí en el alojamiento del Dr. Carpio, le comuniqué lo que pasaba, y el propósito que me hice de eximirme del compromiso.
–Haga Ud. lo que le parezca–, me dijo, puesto que esa orden no se le ha comunicado por mi conducto. Incontinente fui directamente al Cuartel Gral. donde supuse estaría el Sr. Rivadeneira, quien desempeñaba el cargo de Inspector del Cuerpo Médico; pero me encontré con que había partido con el General en Jefe, que salió al campo desde muy temprano: me dirigí entonces al alojamiento del Sr. General Díaz de León, que era el Cuartel Maestre, quien debía mandar formar el Cuadro y de consiguiente era el Jefe actual: lo encontré sentado a la mesa, –¡"Hola!– exclamó al verme, con aquella amable y franca manera que caracterizaba su fino trato, y que usaba aún con sus subalternos, –llega Ud. a tiempo, amigo Doctor; y he aquí que cuando menos lo esperaba, voy a saldar una cuenta, a lo menos con Ud. ya Ud. me comprende, ¿no? hablo del almuerzo que Uds. me ofrecieron en el hospital cuando fui a visitar a nuestros pobres estropeados del día catorce: vamos, acérquese Ud. y tome asiento–.

– Gracias, mi General, sólo vengo a molestar a Ud. con una súplica.
– Bueno, eso será después; entre tanto almorcemos.
– Señor– repuse, cuando sepa Ud. el motivo que me trae, convendrá Ud. en que hay razón para que yo no tenga apetito en este día.
– A ver, ¿Tan grave es el asunto?– dijo mirándome con atención –y de veras que está medio cariacontecido. ¡Ea! tómese un vaso de vino y sepamos de que se trata. Un ayudante me lo sirvió, y de pie lo apuré a su salud y a la de los demás comensales.
– Siéntese y al grano,– me dijo el General.
– Señor,– le dije, soy el nombrado para dar fe de la muerte de...
– Bien, ¿y qué?– me interrumpió.
– Quisiera que Ud. me hiciera el favor de eximirme de esa penosa comisión.
– Pero ¿por qué?
– Señor, se lo suplico a Ud.
– Y quién lo va a sustituir?
– Pues según sé, solo quedan aquí, del ejército, el Dr. Carpio y Ud.; y me aseguran que dicho Doctor no está aún completamente restablecido. Por otra parte, no es conveniente nombrar un médico de los mismos imperialistas, ni tampoco se puede exigir tal servicio a los civiles: conque ¿Cómo se hace en esto?
– Pero; qué es indispensable tal formalidad?
– Sí hombre, es un requisito que no se puede omitir; pero vaya que es extraño en Ud. tal asco, siendo que son Uds. cómplices de la muerte, ¿no es así? y ahora salimos con que a Ud. le horroriza ver morir a estos, que bien lo merecen: esté Ud. seguro, que, si ellos nos cogen, ni juicio nos forman, sino que bonitamente nos aplican su Ley Marcial y pax Christe, sin escaparse ni Uds. y de ello ya tienen una lección, con lo que pasó en Tacubaya. Así es que, amigo mío, no hay más que hablar: cobre ánimo con otro vaso de vino, y váyase a arreglar, porque ya van a dar el primer toque.– Obedecí y salí.

Eran las tres: el sol estaba velado por una atmósfera caliginosa muy densa, a través de la cual, se transparentaba el disco del astro rojizo, como cubierta con un velo sangriento: La ciudad parecía solitaria, por las calles apenas se veía uno que otro transporte, y en tal o cual puerta o ventana asomaba, de vez en cuando, la faz azorada y patibularia de algún curioso; reinaba un silencio profundo y siniestro, interrumpido a intervalos, por el eco ronco de las cajas de guerra, al teñido lejano, marcial y lúgubre de los clarines de caballería; lo cual indicaba que los cuerpos marchaban ya hacia la Alameda, lugar designado para formar el cuadro y presenciar la terrible catástrofe que asombraría al mundo. Me dirigí allá seguido de mi asistente, y al pie de un árbol esperé el momento fatal. El General Díaz de León que con su Estado Mayor recorría las tropas ya formadas, al divisarme se dirigió a mí.

– ¿Pues qué hace Ud. aquí?– me dijo.
– Señor, la orden dice que aquí me debía encontrar a las tres, le contesté.
– Bien, pero váyase Ud. a Capuchinas, para que acompañe Ud. a los reos; dos de ellos están enfermos y tal vez necesitan de sus auxilios, allá hay un coche destinado para Ud.

Marché para donde se me ordenaba, más disgustado aún, por tener que exhibirme en tan desagradable procesión; y, advertido de la indisposición de los condenados, al pasar por casa, me proveí de algunas drogas por lo que pudiera suceder.

Llegué al convento; frente a la portería del claustro, estaban parados cuatro carruajes, e inmediatamente a ellos la escolta que debía custodiarlos. Eran las cuatro: al pasar yo por cerca de un grupo pequeño de gente, único que había, oí decir a un individuo que había venido un telegrama de San Luis, concediendo, tal vez, el indulto.

Esto coincidiendo con el circunstancia de haber transcurrido, con mucho, la hora fijada para la ejecución, me infundió la misma creencia; y para cerciorarme, me dirigí apresuradamente a la casa del General Escobedo, situada al volver la esquina: penetré hasta la sala, y al entrar, vi al Coronel Palacios a quien estaba encomendada la conducción y ejecución de los reos, parado frente a un gran espejo de la testera, con el kepó puesto y suelto el paño al sol, tomando nueve: se recreaba al parecer, contemplado su marcial figura.

Tal escena grotesca, me hizo comprender que no estaba allí el General en Jefe, y me acerqué al Coronel –¿qué sucede, mi Coronel?– le pregunté.
– No sé: me contestó distraídamente, ocupado como estaba en aquel doble ejercicio: entonces volví la cabeza, y vi en la otra extremidad del salón, a otros oficiales: fuíme a ellos, comunicándoles la especie que circulaba, e interrogándoles sobre el particular.
– Eso estamos comentando – me dijo uno de ellos, y según parece, algo ha de haber de cierto en lo que se dice.
– ¿Pero no ha dicho algo el General?– Si no está aquí
– Pues dónde está?– antes de recibir contestación, oímos un tropel de caballos; todos corrimos a las ventanas, y vimos al General en jefe, que con su Estado Mayor y escolta, venía al galope: se apeó, y penetró en la sala. Aunque el Gral. Escobedo, presenta siempre un aspecto imposible, esa vez, parecía contrariado y molesto. Paseando por la sala dio dos o tres vueltas pensativo, y golpeándose la bota con el fuete; de pronto se detuvo – Palacios – dijo; recorriendo con la vista a los circunstantes inmediatos. –¿Dónde está Palacios?
– Aquí estoy Señor,– dijo el Coronel presentándose
– ¿A qué hora se mandó la ejecución?– le preguntó el Gral.
– A las tres.
– ¿y qué hora es?– Han dado las cuatro, contestó el Coronel a media voz.
– Supongo– dijo el General mirándole fijamente, que todo estará concluido.
– Señor,– contestó el Coronel palideciendo, –como supe que había venido un mensaje del Supremo Gobierno..... que recibió,– le interrumpió el General con severidad; y silencioso dio otras vueltas.
–Bien, añadió luego – se suspende la ejecución: que se retiren los cuerpos y vuelvan los reos a su prisión.

Yo me deslicé a la calle, pudiendo apenas ocultar la íntima satisfacción que me produjo aquel favorable contratiempo, diré creyéndome ya libre del compromiso que me traía azas cuidado. Descansando el ánimo, sentí apetencia, y me dirigí a comer al restaurant del Hotel de la Águila Roja: lo hice tan bien y detenidamente, que hubo tiempo para que los oficiales, libres ya del servicio, empezaran a concurrir con el mismo fin. Por su contrariado continente y luego por sus conversaciones, vine en conocimiento, del profundo disgusto que les había causado la suspensión de la ejecución.

– Bien estos en las mías,– dijo uno que parecía más exaltado, sentándose y tirando el kepí sobre una mesa próxima. Este indio Juárez es una rémora para todo.
– Esto yo me lo esperaba,– dijo otro, con mucha pachorra, colocándose su servilleta, que tanto alarde y tanto aparato, no eran más que voces dentro.
– Maldito,– exclamó el primero, ya lo hemos visto, nada se hizo, ni nada se habría hecho si el tal, no se larga hasta donde no estorbara. ¡Si! prometió defender el territorio palmo a palmo; dizque valiente, y en cuatro palmos de más de cien leguas, se puso a buen recaudo a un paso de la frontera para escapar el bulto al acercarse el peligro: ¡Constante! y ¿quien no lo sería al tratar de sostenerse en la silla, por menguado que fuera, y más sin riesgo alguno; si como él ponía los medios oportunamente?
– Cállate, hombre,– repuso otro, acuérdate de cierto artículo de la ordenanza.
– ¡Qué me importa; lo que digo es la verdad. -No lo culpes a él, dijo el segundo interlocutor, con su calma aparente. (1)
– Juárez es una especie de Sancho Panza, que obra sólo por sugestión de su Ministerio; es simplemente un reflector de las virtudes, cualidades o defectos que en aquél se contienen: fue atrevido al expedir las Leyes de Reforma, por la energía de Ocampo y D. Miguel Lerdo de Tejada, a quienes les costó no poco trabajo obligarlo a decidirse; fue digno al rechazar las exigencias de la Francia, porque Zarco estaba allí y le mostró el camino: si elevó a brillante altura el Honor Nacional cuando se inició la invasión, fue porque declinó en Doblado tan augusto diber. Así, si ahora vacila en hacer justicia a la Patria, es porque tiene a su lado al viejo Mejía, que mejor se estaría rezando el rosario y a D. Sebastián, que habrá sucumbido a los encantos de la bella Princesa de Salm-Salm.

En este momento, llegaron Oficiales Superiores, y la conversación siguió en voz baja. Me salí, y me fui a "La Sociedad" estaba muy concurrida por militares, y allí también se protestaba en voz alta, contra la conducta del Gobierno, tachándolo de pusilánime. En fin, era tal la exaltación de los ánimos y tan general, que aquella crisis amenazante, llegando a conocimiento del gobierno, se sobrepuso a toda flaqueza o pensamiento de indulgencia.

Dos días después, es decir, el domingo inmediato, volví a Querétaro a asuntos del servicio, y en la tarde, cuando me preparaba a regresar al Hospital se presentó un Ayudante del Cuartel Gral. intimándome la orden, de que al día siguiente, a las seis de la mañana, estuviese en el Cerro de las Campanas, para desempeñar la comisión que antes se me había conferido

– ¿Luego siempre.....?
– Sí, y esta vez creo que no habrá escape: me contestó el ayudante.
– Bien, le dije, diga Ud. al General que quedo enterado. Sea que me hubiera familiarizado con la idea del suplicio que tenía que presenciar, o que me hubiese penetrado reflexivamente de la conveniencia de aquel acto de justicia que resolvía un problema de alta política ulterior, confieso que esa vez, no me causó tanta impresión la orden recibida: sin embargo, me preocupó lo bastante para no dejarme conciliar el sueño en toda la noche.

Apenas haría una hora que me había quedado dormido, cuando entró el asistente y me despertó diciendo: –Señor, ya los están sacando.

–¿Qué cosa,?– le interrogué medio dormido (1) Este Oficial, algún tiempo después ocupó un elevado puesto militar y es un hombre ilustrado aún.

– A los... al Emperador y los otros.
– ¡Oh! exclamé volviendo enteramente en mi acuerdo y sobrecogiéndome una indefinible opresión de pecho, al recordar de súbito la horrenda actualidad. Salté de la cama y me lancé a la ventana, que daba a la misma calle de Capuchinas; la abrí violentamente, y al asomarme, alcance a ver el último coche, que volteaba la esquina.
– Vamos pronto, dije vistiéndome con una agitación febril.
– ¿No toma Ud. algo? me preguntó el Asistente.
– No, no hay tiempo.
– Aunque sea un vaso de vino.
– Bueno, tráelo. Fue y trajo un buen vaso de Jerez que casi apuré del todo.
– Señor, me dijo el asistente, con voz trémula; quiero pedir a Ud. un favor.
– ¿Cuál?- Que me permita Ud. no ir a presenciar eso, me contestó casi llorando. Era mi asistente un joven belga que escapó providencialmente de la matanza de Sn. Jacinto, oculto detrás de unos tercios que había en la troje, donde fueron encerrados los prisioneros de aquella jornada; y siendo casi paisano del Archiduque, ya se comprende su profunda afectación y la repugnancia que mostraba de ir a verlo morir.
– Pero hombre, le dije yo conmovido, y ¿si se me ofrece algo? Vamos, ven, te quedarás retirado. El pobre muchacho inclinó la cabeza y me siguió.

Íbamos casi corriendo; pero por más que nos apresuramos, no pudimos alcanzar en su trayecto, al fúnebre cortejo. Cuando yo traspasé las filas del gran cuadro, los sentenciados descendían de los coches: Maximiliano, bajó con desembarazo y marchó firme, al parecer, al sitio designado: noté que Miramón flaqueó de pronto al echar a andar; pero luego se rehizo, y se dirigió al punto con paso apresurado: Sólo Mejía, completamente abatido, lo conducían dos frailes franciscanos, uno por cada brazo. En aquel trance supremo, se reveló en él, bien a las clases, el natural característico de su carta: el indio vulgar, tiene un formidable valor brutal, y batiéndose desprecia la muerte; pero se amilana en extremo, cuando la recibe previamente. El Archiduque empezó a perorar; yo me detuve, para tomar aliento y escuchar; pero como hablaba en voz tan baja, no logré oír lo que decía: en seguida habló Miramón, que aunque se expresó más alto, con voz violenta y nerviosamente forzada, sólo llegaron a mis oídos, distintamente estas palabras finales: "Viva México": Maximiliano que ocupaba el lugar de enmedio, se separó de allí, y se fue a colocar a la izquierda de Miramón: los sacerdotes se retiraron, después de haber dirigido a los condenados su última exhortación; y alguna gente que estaba a espaldas de ellos, empezó a correr para uno y otro lado: quedaron aisladas tres figuras negras, cuyas siluetas se destacaban del fondo perduzco de las rocas. Yo me detuve otra vez, dando tiempo a que pasara aquello: reinó, en unos momentos, un silencio solemne y angustioso: luego sonó una descarga, y una nube de humo cubrió aquellas tres figuras. Cuando aquel humo se disipó, ya no había nada: eché a correr el punto, y al primero a quien abordé fue a Mejía: jadeante y desatentado le tomé el pulso; mas sin duda mi aturdimiento no me permitió percibir los latidos de la arteria, pues al auscultarlo, oí que el corazón estaba latiendo tumultuosamente. Tomé mi sombrero y me levanté. ¿Qué está vivo? me preguntó un oficial; nada contesté y sólo me retiré algunos pasos. El oficial comprendió, y mandó avanzar a un soldado, indicándole con la punta de la espada, la región del Corazón: el soldado apuntó allí, yo volví la cara a otro lado; al tiro atendí; y vi que Mejía se llevaba a la herida que acababa de recibir, la mano izquierda que luego volvió a Caer inerte. En seguida me dirigí a Maximiliano, a quien habían arrojado agua para apagar el fuego que le comunicó a la ropa el balazo de gracia. Para cerciorarme de su muerte, me bastó descubrir una herida que aquél le produjo en la tetilla izquierda, el proyectil le atravesó el corazón, y de salida, le destrozó el raquis: después de inspeccionar a Miramón, que tampoco dio signo de vida, me fui a sentar en una peña, que estaba inmediata a Maximiliano, y me puse a contemplar a aquel infeliz, víctima de su credulidad y de su ambición. Tenía un aspecto espantoso: los mechones de su escaso pelo de las sienes, estaban erizados hacia arriba; los picos de su barba dividida, se dirigían horizontalmente a uno y otro lados; los ojos, desmesuradamente abiertos; y sus labios contraídos, dejaban ver los dientes, largos y enclavijados, único defecto que tenía su rostro. Aquella mirada sin vida y que me parecía estar fija de soslayo sobre mí, me producía una sensación penosa, y me apresuré a bajar los párpados, que al soltarlos, volvían rebeldes a abrirse paulatinamente, tomando sus ojos en aquel instante una expresión de amargo y doloroso reproche, hasta que por fin logré cerrarlos, sosteniéndolos algún rato. La presión de mis dedos, hizo brotar una lágrima, cuyo aspecto me trajo a la memoria a su desventurada viuda, a quien tal vez estaba consagrada.

Me volví a sentar en la peña, contemplando el Cuadro, en general todos estaban profundamente alterados, oficiales y tropa: sólo los frailes parecían impasibles; más no obstante su apacible actitud, creí percibir que algunas veces nos lanzaban miradas saturadas de odio y de rencor. Un ruido de pisadas de caballos, me hizo volver la cabeza; era el Gral. Díaz de León que se acercaba; también estaba afectado. Cuando se aproximó me preguntó: –Ya los reconoció Ud.?– Si Señor le contesté.
– Rendirá Ud. el parte por escrito.– Está bien Señor.

Los cuerpos de Miramón y de Mejía fueron puestos en ataúdes decentes, que sin duda sus deudos o amigos les proporcionaron, el de Maximiliano, se colocó en una medida desvencijada y grasienta, del servicio de algún hospital o cementerio. Multitud de reflexiones asaltaron mi espíritu, con motivo de este incidente. Aquel vástago de una ilustre estirpe: aquel miembro de la real familia de Austria, moría desastrosamente como un facineroso, a millares de millas de su patria, sin tener a su lado alguno de sus deudos o un sólo amigo que le cerrara los ojos, cuyo piadoso y cariñoso deber, le tocó desempeñar a un ser extraño, y precisamente a aquél a quien se le confió extinguir el último aliento de su vida: sin quien le proporcionara un féretro digno de su elevada clase, siquiera fuera para evitar que fuese conducido en una miserable angarilla, como el más desgraciado de los mortales. Todo había concluido. Aquellos restos sangrientos, ya eran sólo el recuerdo de un pasado funesto.

Las tropas desfilaron en columna ante los cadáveres descubiertos, mandando a las mitades vista hacia ellos. Esto continuo, los cuerpos de los ajusticiados fueron a retaguardia, y yo, pensativo y fuertemente impresionado, montando en uno de los coches, cerré la marcha.

Diez años después yendo para México, hice jornada en Querétaro, y mi primer pensamiento, fue visitar el sitio de la catástrofe. A la caída de la tarde, me puse en marcha, dirigiéndome a El Cerro de las Campanas, por el mismo sendero que antes había recorrido.
Al divisar el funesto promontorio, sentí el efecto que produce la horripilante vista de un cadalso. Llegué, y sólo encontré tres montones de piedras, encima de los cuales había unas pequeñas cruces de caña, amarrada una, con hebras de rebozo, y las otras con hilos de cohete. A fe que tal abandono me causó extrañeza: pues dada la exaltada adhesión que los habitantes de Querétaro en general, profesaban a sus corifeos, y el gran sentimiento que manifestaron por su muerte, esperaba encontrar algunas señales más expresivas de tales afecciones; pero nada, aquello era todo. ¿Habría intervenido alguna prohibición? ¡Quién sabe! Todo estaba solitario: sólo había una anciana que rezaba ante la cruz que marcaba el sitio de Mejía. Me senté en la misma roca en que otra vez había descansado, después de haber inspeccionado los cadáveres; y enveando mis recuerdos, reconstruí aquella terrible escena, con todas mis peripecias, tal como si lo estuviese presenciando en aquel momento. Allí Mejía, cuya agonía delineó en su rostro, nuevos rasgos de fealdad. Mas acá, Miramón, cuyo aspecto tranquilo, revelaba una muerte instantánea y sin sufrimiento alguno. Aquí, Maximiliano, con sus ojos inmensamente abiertos que yo cerré, y su sardónica sonrisa que imprime el padecimiento espasmódico del nervio frénico diafragmático en donde el tenía un balazo. Allí el Garambullo, donde al pasar del uno al otro lado, se desgarró el faldón de mi levita: Aquí, el pico de la roca, sobre el cual cayó el Archiduque y le produjo la equimosis que yo observé en el antebrazo izquierdo. De aquel lado los frailes, cuya vista causaba un calosfrío inquisitorial. De este otro, el Gral. Díaz de León dictando sus órdenes.........

Abismado en tales recuerdos quedé, sin notar, que ya era casi de noche: dirigí la vista a todas partes; ya ni la anciana estaba allí, y el lóbrego crepúsculo aumentaba la melancolía de aquellos lugares: me puse en pie y murmurando una oración por los espíritus de aquellos desventurados, descendí paso a paso, de la Colina y regresé a mi posada.

Antes de concluir las reminiscencias que se refieren a los acontecimientos de Querétaro, creo un deber, desvanecer un error histórico que afecta la reputación científica del Cuerpo Médico Militar de aquella época: dicho error consiste en creer, que el embalsamamiento de Maximiliano, fue practicado por aquél; voy a consignar lo que pasó, sin omitir el más insignificante detalle, y al efecto, reanudo el relato de los hechos de que me vengo ocupando.

Luego que el convoy mortuorio llegó a Capuchinas, se depositaron en el templo los cuerpos de Maximiliano y de Mejía, mientras el de Miramón fue conducido al domicilio de su esposa, que hacía poco había llegado a Querétaro. Yo me dirigí al alojamiento del Señor Carpio, a quien como mi inmediato superior tenía que rendir el parte, y allí mismo me puse a escribirlo como me lo ordenó el Señor General Díaz de León.

Ya concluido, entró el Sr. Becerra, que pertenecía también al cuerpo, quien acababa de llegar de Sn. Luis, en donde estaba disfrutando de una licencia desde que terminó el Sitio: a mis instancias suscribió también el parte, e incontinente partí a llevarlo personalmente a su destino. En el Cuartel General estaba el Sr. Carpio a quien se lo entregué, y por su conducto, pasó al Superior respectivo. Después de contestar a las preguntas que se me estuvieron haciendo relativas al suceso que acababa de presenciar, nos retiramos el Sr. Carpio y yo, y por la calle veníamos conversando sobre el mismo asunto, cuando encontramos al Sr. Rivadeneira. Este Señor, como antes he dicho, funcionaba como Inspector del Cuerpo Médico: al acercársenos nos preguntó placenteramente. –¿No quieren Uds. ir a ver embalsamar a Maximiliano?
– ¿A ver? repitió Carpio pausadamente, y con extrañeza; pues ¿quienes lo van embalsamar?
– Licea y yo, porque como sólo él tiene inyector de Gannal, me he visto obligado a convidarlo
– ¿Y dónde va a ser eso? volvió a preguntar Carpio.
– En Capuchinas
– Bien, allá iremos. Rivadeneira. Se separó precipitadamente, y cuando ya estuvo distante. – ¿Qué dice Ud. de eso? me preguntó Carpio.
– Eso significa, le contesté, que a estos caballeros no les conviene que los tres mil de la ala, que según dicen, dejó Maximiliano para su embalsamamiento, se dividan en muchas porciones.
– Tal me parece, dijo Carpio: en fin, vamos a ver. A la sazón pasábamos por el templo de Capuchinas y entramos. El cuerpo del Archiduque, yacía tendido sobre una mesa, y un extranjero, que según me dijeron, era el médico de Maximiliano, se ocupaba en descubrir una de las arterias axiliares: se habían extraído ya las vísceras que se encontraban en una vasija con agua, lo cual me hizo comprender que se había adoptado un procedimiento mixto; el egipcio para las cavidades explánicas, y de inyección para los miembros, por no ser posible la general estando rotos los vasos.

Un incidente: escuchando llanto femenino, me acerqué a una ventana de la sacristía que daba a la calle, donde estaba un grupo de mujeres de todas clases, quienes al verme me alargaron sus pañuelos, rogándome entre sollozos, se los empapara con sangre del mártir: accedí en son de broma, pero realmente conmovido, y tomando los pañuelos, fui a zambullirlos en la agua sangrienta donde se contenían las vísceras, volví y se las presenté en la punta del bastón; ellas se abalanzaron con avidez, y tomándolos se los repartieron, y en silencio se alejaron consoladas con su ansiada reliquia. Al día siguiente volvimos a curiosear: el cuerpo estaba pendiente, por las axilas, de uno de los hilos que servían para colgar los candiles: del cuello para abajo se le había dado un barniz con bálsamo negro, y estaba todo liado con una banda. Al acercarme advertí que, de los dedos de los pies destilaban algunas gotas de un líquido claro; con una mirada se lo hice notar a Carpio, quien sonriendo me dio a entender que ya comprendía lo que era aquello; esta mímica la sorprendió Licea, y viendo hacia nosotros, nos dijo con énfasis:

– Uds. creen que eso es serosidad; pues no hay tal; es que la inyección ha penetrado tan perfectamente, que el líquido se está filtrando a través de los tejidos: nosotros nada objetamos, y a poco nos retiramos; ya afuera, me dijo Carpio:
– Que se me hace que el tal embalsamamiento va a resultar una p..: y lo que siento es; que si tal sucede, como nos han visto entrar aquí, es a nosotros a quienes van a colgar el milagro; y estos amigos se aprovecharán de ello para descartarse, en parte, de su brutalidad.
– Protestaremos, le dije yo
– Indudablemente, me contestó. En fin, ya veremos.
Al otro día dije al Señor Carpio: –¿qué sucede, no vamos a ver?
– Hombre, me contestó con displicencia: yo no quisiera volver a pararme allí.
– Nada importa, insistí yo; si la operación sale mal estaremos en acecho de lo que se diga, y si no complican pondremos las cosas en claro: así recibirán estos caballeros un castigo por su egoísmo:
– Vamos pues.

El cadáver estaba ya en una caja cerrada y sólo se veía medio busto a través de un cristal. Carpio que se había acercado al primero, me llamó; e indicándome un grumo de espuma que salía por uno de los agujeros de la nariz, me preguntó en voz bastante alta:- ¿Eso será también el líquido de la inyección que se ha extravasado?

Los embalsamadores, que me pareció se ocupaban, en colocar las vísceras en el licor de maceración, debieron haber visto, pero nada dijeron; y continuaron su trabajo. A mayor abundamiento. Acercándome más al vidrio, noté en el cadáver; que seguramente al afeitarlo, le habían levantado, la piel de una mejilla. resanando después tan deforma asociación, con barniz aplicándole luego colorete.

–¿Qué tal,? exclamó Carpio luego que salimos, riendo a carcajadas: ¿Qué dije a Ud. esto se lo llevó el diablo; y lo peor de todo es que tal adefesio, va a tener resonancia Europa, y ahora si que podemos decir: ¿"Qué dirán las naciones extranjeras"; nada, que los médicos de por acá somos un hato de pollinos, y que entendemos tanto de achaque de embalsamamiento, como de cantar misa. El caso es chusco y sensible; pero ¡qué vamos a hacer! Rivadeneira es nuestro Superior...
– No le hace, dije yo, en la primera oportunidad ponemos los puntos a las íes, y caiga quien cayere. Esto no se llevó a efecto por consideraciones personales y prescripciones de disciplina.

– Conste, pues, que el Cuerpo. Médico Militar no tuvo injerencia alguna en el embalsamamiento de Maximiliano. Traeré a colación lo que pasó con el de Mejía que quedó mucho peor.

El mismo día, me mandó llamar Rivadeneira y me dijo: hágame favor de ir a descubrir las arterias axilares e iliacas en el cadáver de Mejía, pues yo estoy muy cansado y Licea se ha cortado un dedo.

– Está bien, Señor, le contesté: voy nada más a comer y en seguida vuelvo.

Por el camino iba yo reflexionando: tres días y con el calor que hace – me dije – es indudable que el Cuerpo está en completa putrefacción. Luego me ocurrió la idea, de que, siendo así el embalsamamiento era extemporáneo, y sólo se trataba de echar sobre mí la responsabilidad de aquél otro desperfecto que iba a resultar: esto me indignó.

Llegué a casa del Señor Carpio y le expuse lo que pasaba, mi opinión respecto del cadáver, y la sospecha que me había asaltado. Así me perece, me dijo –y ¿Que piensa Ud. hacer?

– Señor– le contesté; pero si el cadáver está en las condiciones que debe estar, no procedo a nada, sin embargo, no me apresuraba: tanto, que recibí otro recado del Inspector, diciéndome: que me estaba esperando en casa del Sr. Licea: Fui allá, y al verme, dijo: – vamos, amigo, pues urge que esto se termine pronto.
– ¿En donde está el cuerpo? pregunté.
– Allá mismo en Capuchinas.
– Voy pues.

Al penetrar al templo, una horrible fetidez hirió mi olfato, y sobre el cadáver estaba manipulando un joven ayudante del Cuerpo Médico, llamado Berlanga.
– Qué está Ud. haciendo? le dije, se va Ud. a contraer un tifo. (1).
– Pero ¿qué hago? me han ordenado que extraiga las vísceras.
– Esto no puede ser, vaya Ud. con Rivadeneira y hágale presente el estado en que se encuentra ese cuerpo.
– Si ya lo sabe, me contestó.
– Pero esto es una atrocidad y aquí hay un abuso de Autoridad puesto que tal obra no pertenece al servicio especial del Cuerpo. Lo que es yo no le pongo mano, exclamé sin poderme contener, y me salí.

Al presentarme otra vez ante el Señor Rivadeneira y socio ambos me preguntaron: ¿Qué sucedió.
– Que el cadáver está en una descomposición muy avanzada y me parece que todo es por demás, contesté.
– Pero ¿qué importa? replicó el Señor Licea: la descomposición se detiene, puesto que el líquido obra encurtiendo los tejidos.
– Así sería, si el antiséptico pudiere penetrarlos, contesté: pero los vasos gruesos tienen ya una consistencia putrilaginosa, se romperán al empuje de la inyección, y el líquido no llegaría ni a las arteriolas. (1) Mi pronóstico se cumplió: aquél pobre joven lo dejamos sepultado en un Campo Santo de Querétaro.

– Sea como fuere, dijo Rivadeneira, a Ud. sólo toca obedecer.
– Permítame Ud. Sr. Rivadeneira, le manifiesté que por esta vez posponga la disciplina a mi pobre reputación que como principiante trato de formarme, aunque en ello me vaya el empleo; llegado el caso, yo procuraré justificar mi conducta, exponiendo las razones que me obligan a faltar a la obediencia; tanto más, cuanto que bien se me alcanza, el verdadero móvil que entraña la tarea que se me encomienda.
– Dije poniéndome en pie y saludando.
– ¿Y qué es lo que a Ud. se le alcanza? interrogó, Rivadeneira
– Nada; con permiso de Ud. Al salir oí que dijo Licea: "déjelo Ud., vamos a ver que hacemos nosotros."

Al día siguiente, supe por Daurlastell, administrador del Hospital: que haciendo incisiones en la piel, habían encharcado la inyección entre el tejido celular subcutáneo e intersticial de los músculos, ungiendo el cuerpo con bálsamo negro y vendándolo después. No conocía yo tal procedimiento.

Profundamente resentido por la mala partida que yo creí se trató de jugarme, poniéndome en actitud de hacer un fiasco ridículo, ante aquella sociedad; me vino a las mientes, vengarme, denunciando lo que pasaba a la comisión de Señoras que andaba Colectando donativos para reunir $500. que les habían pedido por el embalsamamiento de Mejía; pero pasados los primeros momentos de exaltación, se serenó mi ánimo, y desistí de aquél propósito. Ya no supe lo que pasó después.

A los pocos días recibimos orden de marchar para la Capital.


Dr. Melesio Calvillo y Hoyos

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