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Índice

 
  • Antecedentes
  • 1 Experiencias que perduran
  • 2 Presentimiento
  • 3 Canadienses o Alvaderenos
  • 4. El secreto de Eva
  • 5 ¿El pie del muerto?
  • 6 Un segundo más o menos...
  • 7 Veinticuatro cañones por un canario.
  • 8 El cazador cazado
  • 9 Las botas del silencio
  • 10 La batalla de Cambrai
  • 11 El pomo de mermelada
  • 12 Los dientes del cocinero
  • 13 El entierro del caballo
  • 14 La venganza de los chinos
  • 15 El tenor Hessiano
  • 16 ... Agua para las cantinas
  • 17 Las damas del infierno
  • 18 Derribando globos
  • 19 Su último disparo
  • 20 Por una orden
  • 21 ¿Mi última cena?

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Soldados de la Fuerza Expedicionaria del Canadá en las trincheras de los campos de Flandes, 1915.

Expediente 001 : Anécdotas de la Guerra (1914-1918)

Autores: 
TURNER, A.W.

Memorias sobre experiencias personales en la fuerza expedicionaria canadiense durante la Primera Guerra Mundial.

Ficha técnica
Título del expediente: 
Anécdotas de la Guerra (1914-1918)
Donador: 
TURNER, Guillermo
Autores: 
TURNER, A.W.
Tipo de documentos: 
Memorias
Fechas: 
01/1914 - 01/1918
Lugar de escritura: 
Cosamaloapan, Ver.
Lugares citados: 
Canadá, Inglaterra
Descripción: 
Memorias sobre experiencias personales en la fuerza expedicionaria canadiense durante la Primera Guerra Mundial. Impreso en Cosamaloapan, Ver. en abril de 1964.
Número de fotografías: 
13 fot.

Alfredo Turner 1915
Familia Turner. El más chico es el abuelo Alfredo
Alfredo se va a la guerra(1914-1918) Ejército canadiense, instructor de caballería
Alfredo Turner, con bigote
Alfredo Turner, antes de terminar de rasurarse
El abuelo vestido y peinado para la foto
La abuela Matilde con su primer hijo
Los bisabuelos
Los abuelos Matilde y Alfredo ¿y coche nuevo?
Foto de Alfredo Turner, dedicada a su hermano Enrique 1908

Antecedentes

En el semanario El Progreso, editado y publicado cada sábado por la editorial Garmor, de Carlos A. Carrillo, Ver., en tomo II. números 55 al 80 del año 1962, fue publicada la serie de anécdotas, que aquí presentamos en forma de folleto. La publicación fue anónima, hasta el número 78, correspondiente a diciembre 15, 1962, en la cual acepté ser el autor. Sin embargo continuó la publicación bajo el anonimato de "Un Veterano".

Estando estudiando en el Massachusetts Agricultural College, ahora Universidad de Massachusetts, dejé los estudios y me fui a ofrecer como voluntario, más por deseos de aventurar que por patriotismo, a la Fuerza Expedicionaria del Canadá, donde formé parte del personal, como cañonero, de la batería 79 de la artillería de campaña. En tres ocasiones me valí de mi condición de voluntario para no verme obligado a acatar las sugestiones de mis superiores, ya que de haber sido mi clasificación recluta no hubiera recibido una sugestión, sino una orden.

Primeramente en el Canadá, no acepté la comisión como oficial instructor de caballería, porque no hubiera salido del Canadá. En Inglaterra rechacé la misma proposición por la misma causa. Mi deseo era conocer los campos de batalla. Por tercera vez me sirvió el ser voluntario al nombrárseme para formar parte del equipo de señales, conseguí ser regresado como cañonero a la batería número 15 de la tercera brigada.

El número de mi registro el el 1,251,914. Esto no quiere decir que los efectivos canadienses llegaran al millón, escasamente alcanzaban a los 100,000.

La serie de anécdotas que aquí presento fueron experimentados dentro de las unidades mencionadas de la Fuerza Expedicionaria Canadiense.

Cosamaloapan, Ver; Abril de 1964
A.W.Turner.

1 Experiencias que perduran

No hay duda que un veterano de cualquier guerra ha pasado ratos de zozobra, de tristeza y en general de amargura. Pero la mente humana tiene el don de olvidar esas cosas desagradables, y en cambio recordar ratos y experiencias que con el pasar de los años se evocan con placer.

Pertenecía yo a la artillería ligera del cuerpo Expedicionario Canadiense, y después de riguroso pero rápido entrenamiento tanto en Canadá como en Inglaterra, por fin fui a ingresar a las filas de nuestro ejército en Francia. Las primeras experiencias son las que más perduran en la memoria pero no siempre son de índole agradable. Ordinariamente un recluta no va asignado a una batería particular y su entrada a la zona de batalla la hace por etapas. En mi caso no fue así, por estar las baterías necesitando urgentemente refuerzos, en corto número nos agregamos a una columna de la División de Abastecimiento de Pertrechos para quedarnos con la batería correspondiente cuando se entregaran las municiones. Debo explicar que los artilleros, a pesar de que su uniforme requiere canana en canana en bandolera, generalmente no portan armas, aunque las baterías están bien provistas de rifles, ametralladoras y granadas de mano. La columna hizo alto en una hondonada a media mañana, sin saber nosotros la causa de este inusitado descanso. ¡Pronto lo supimos! Un capitán reunió a los agregados, nos dieron rifles, cien tiros y bayoneta, además de tener diez ametralladoras manejadas cada una por dos miembros de la columna. Extrañados por la entrega de bayoneta a un artillero y tanta arma, no sabíamos que pensar. El capitán no tardó en sacarnos de dudas. Nos informó que había noticias de que los Ulanos habían roto la línea y podían asomarse por los bordes de la hondonada en cualquier momento. Nuestro deber consistía en resistir a los Ulanos dándole tiempo a la columna para retirarse en buen orden. Uno le preguntó al Capitán – ¿Y nosotros, cómo salimos? – La contestación fue algo inquietante. –Si quedan ustedes verán cómo salen. – El grupo de sacrificados en potencia se mantuvo como unidad todo el resto del día, y por lo menos a mí ya me dolían los ojos de estar mirando la lomita por donde esperábamos [a] los Ulanos. Para nuestra buena suerte, ya anocheciendo nos informó el mismo capitán que la línea se había restablecido y resumimos nuestra marcha sin más contratiempo. Esas horas nos parecieron toda una eternidad, y en nuestro ocio forzoso pensamos en muchas cosas nada agradables. Esto constituyó mi debut en la guerra del 1914 al 1918.

2 Presentimiento

No habiendo participado en otras contiendas bélicas, no sé si el presentimiento individual de que morirá o por lo menos será herido, es un fenómeno corriente, pero entre mis compañeros este presentimiento se manifestaba con bastante frecuencia. De los muchos casos que recuerdo bastará que cite dos.

Entre los compañeros tuve uno que fuimos amigos desde la salida por barco del Canadá. Era de un carácter poco alegre que rehuía las conversaciones ligeras y las puntadas tan acostumbradas por los enlistados. Cuando ya intimamos mejor me confesó que el presentía que no regresaría de la guerra. Yo traté de animarlo diciéndole que esas eran tonterías y pensamientos morbosos, pero no se dejó convencer. Tan en serio tomó su sentir que me dio la dirección de sus padres y de su novia en Canadá rogándome que les escribiese dándoles detalles de su deceso. En Inglaterra los dos fuimos asignados al cuerpo de señales, pero yo hice valer mi condición de voluntario para que me reintegraran a la artillería . Por esta división en los servicios perdí contacto con él en Francia. Un día mientras daba brillo al equipo, retirado de la línea de fuego, miraba distraídamente las cruces blancas que marcaban cristianamente las tumbas de los caídos, cuando me sobresalté al leer su nombre y una fecha reciente. Brinqué la barda y pregunté al encargado si sabía cómo había muerto mi amigo. Me informó que se encontraba mandando señales luminosas estando él dentro de un abrigo subterráneo. El enemigo apagó la luz con un tiro directo de cañón de grueso calibre, quedando mi amigo muerto entre los escombros.

Podía creerse que el carácter triste de ese soldado lo hacía pensar en un desenlace fatal; pero veamos otro caso que voy a referir.

Teníamos un sargento en las baterías, que no solamente era de carácter alegre sino que se llevaba bien con todos nosotros. Estábamos fuera de la línea de batalla, momentáneamente en descanso al actuar como reserva. Una mañana notamos que el sargento Weeber no estaba en su habitual humor.

Lo interrogué, como muchos compañeros, y nos dijo que ese día le tocaba, que llegaría su número. Le hice ver que estábamos fuera de la línea de fuego y poco probable que su número saliera. Siguió portándose muy reservado durante el resto del día. Esa noche pidieron voluntarios para rescatar un cañón abandonado en la tierra de nadie. La docena de voluntarios fueron bajo el mando del sargento Weeber y ... él fue la única baja que sufrimos esa noche.

3 Canadienses o Alvaderenos

Los soldados canadienses tenían fama de mal hablados, y yo contribuía con mi granito de arena a cimentar la fama.
El viaje de Canadá a Inglaterra se efectuó en trasatlántico de lujo convertido en transporte de tropas, formando parte de un numeroso comboy. Todo fue muy agradable al principio, comíamos cuatro veces diarias, dormíamos en buenas camas y hasta teníamos regadera en los camarotes. Una vez que entramos en la zona donde operaban los submarinos enemigos, la situación cambió radicalmente. Durante el día oteabamos constantemente el océano imaginándonos ver asomarse un periscopio. Por las noches, la tensión nerviosa aumentaba. No se permitía ninguna luz que se pudiera notar desde fuera y las puertas tenían doble cortina de frazadas de manera que siempre hubiera una cortina en sitio. Los oficiales tenían su comedor en la segunda cubierta y para el centinela que vigilaba ese sector era evidente por el tiempo que demoraban y las alegres risas, que le hacían justicia a la buena mesa. Una noche que me tocaba la guardia frente a la puerta del comedor de los oficiales, como a las 11 de la noche empezaron a salir platicadores y alegres. Uno de ellos salió fumando un cigarillo. Al instante le grité –Apague ese maldito cigarro. ¿No sabe, estúpido que estamos en la zona de peligro?– Mis palabras no fueron las que aquí apunto más bien fueron un lindo ejemplar de las acostumbradas por los canadienses. Los oficiales se fueron muy silenciosos a sus respectivos lugares, sin tratar de penetrar la oscuridad donde yo me encontraba. No tardó el sargento guardia en venir a preguntarme qué había pasado, dándome la desagradable noticia que al que tan soezmente había regañado era el Teniente Coronel, nuestro oficial de mayor jerarquía. El que piense que no me preocupó la noticia, estará muy lejos de la realidad. Ya yo me hacía bajo arresto por el resto de la travesía, y hasta pensaba que si nos hundía un torpedo mis logros de salvación eran muy escasos ya que en el calabozo nadie se ocuparía de mí. Muy de mañana, el sargento de guardia vino por mí, que el Teniente Coronel quería hablarme. Lo primero que le pregunté al sargento fue que si iba con la gorra puesta. Esto tiene gran importancia ya que si uno entra sin la gorra puesta, quiere decir que está bajo arresto, y no se cambian saludos al entrar. Esta noticia de que iba con gorra más bien que calmar mis inquietudes las aumentó. Con una risa que se me antojaba burlona, alabó mi cumplimiento de las órdenes de no permitir fumar en las cubiertas, órdenes que hasta el mismo tenía que cumplir.

Después ya sin su risa, me dio un regaño de padre y muy señor mío, por el lenguaje tan áspero utilizado, preguntándome finalmente si había leído algunas obras de Shakespeare y al admitir que estaba familiarizado con algunas, dando por terminada la entrevista, me dijo que el famoso bardo, sin duda, había dado muchas vueltas en su tumba al oír mis palabras de la noche anterior.

4. El secreto de Eva

Entre los conscriptos y aún entre los voluntarios se despertaba a veces el deseo de salirse de la contienda, pero tenía que ser con el licenciamiento en forma. Uno de los medios favoritos era simular una enfermedad. Como los médicos estaban bien fogueados respecto a estas simulaciones había poco éxito. Entre las enfermedades más socorridas estaba el reumatismo.

Una mañana que me encontraba recluído en nuestro alojamiento con otros cuatro compañeros, nos encontrábamos parados y platicando, cuando por una ventana vimos que venía ya llegando el oficial del día, acompañado del sargento. Uno de los compañeros, que se había reportado enfermo con reumatismo en las rodillas, corrió hacia su catre pero como la puerta se empezaba a abrir, echó un precioso clavado para caer en su catre de campaña. La caída del simulador a su catre, la entrada del oficial y el comienzo de las amargas quejas, que poco faltaban para ser alaridos, fue simultánea. El oficial rápidamente reviso el estado general de limpieza del albergue y parándose frente al enfermo, que seguía con sus quejas masándose una rodilla le preguntó al sargento.

–Y a éste ¿qué le pasa?
– Tiene reumatismo – contestó el sargento.
– ¿Pero porqué se queja tanto? volvió a insistir al oficial.
– Es una enfermedad muy dolorosa – fue el comentario del sargento y ambos salieron.

Como las quejas seguían sin aminorar, me le acerqué diciéndole –ya deja de quejarte; el oficial no te puede oír.–
Sin dejar de quejarse, aunque con menos intensidad me dijo –Es que me duele mucho, me pegué un golpazo en la rodilla al caer al catre –.

Una de las enfermedades más temidas era lo que llamamos "shelllshock". En la última guerra mundial se le denominó "fatiga de campaña".

El "shellshock" es una neurosis causada por un bombardeo intenso y prolongado, o por un incidente insignificante cuando el sistema nervioso no puede soportar más. Tenía varias formas clásicas de manifestarse: La forma más patética era el temblor o sacudimiento de alguna parte del cuerpo, como las piernas, las manos, el cuello y aún todavía el cuerpo se sacudía a ratos como un verdadero baile de San Vito. Otras manifestaciones, y las que más se prestaron a simulaciones, eran la sordera y la ceguera. Esta última, a la que se refiere esta anécdota, era algo difícil de diagnosticar, si el simulador practicaba bien su papel, ya que el ojo quedaba con todos los reflejos normales, la pupila se expandía y contraía por efectos de menor a mayor intensidad de luz; lo que tenía que practicar el candidato al licenciamiento era no cerrar los ojos cuando le acercaban un objeto agudo como la punta de un lápiz o un alfiler. Una vez que dominaba este arte, ya estaba listo para probar su suerte.

Uno de mis compañeros me había informado confidencialmente, que estaba dispuesto a jugársela y efectivamente una mañana después de sufrir un intenso bombardeo, lo encontraron caminando con los brazos extendidos al frente, como dicen que caminan los sonámbulos. Estaba ciego, tropezando con cuanto objeto se encontraba en su camino. Lo llevaron al puesto médico de campaña y lo perdimos de vista por un par de meses.
Un día lo encontré nuevamente ingresado a la batería y le pregunté. –¿Tan pronto te curaron? – bueno –, fue la contestación – a los demás les digo que me curaron, pero tu sabes que yo estaba simulando y te digo que no me curaron, me "cacharon". Y me contó sus peripecias.

En el puesto de emergencia no le pusieron ninguna atención, se concretaron a mandarlo como víctima de "shellshock" al hospital de base. Allí le hicieron muchas pruebas de las cuales, debido a su entrenamiento especial, salió bien. Fue enviado a Inglaterra donde lo someterían a los últimos exámenes para darle su salida del ejército y su traslado a Canadá donde él pensaba curarse rápida y milagrosamente. En Inglaterra lo examinó un doctor ya algo avanzado de edad quien le dijo –He estado estudiando su expediente por lo que veo que su caso es típico de "shellshock" y cómo este será su examen final, quiero hacerle un reconocimiento minucioso.

A continuación lo llevó a unos de esos cuartos típicos de los hospitales, piso de mosaico y albas paredes con escasos muebles. Le hizo algunos exámenes a los ojos pero no se entretuvo mucho con la vista. Le ordenó para hacerle el examen definitivo se desnudara por completo. Se puedo en traje de Adán, antes del pecado, y el doctor estuvo utilizando el estetoscopio para corazón y pulmones, palpándose las bolsas de su uniforme le dijo. – Espérese un momento que olvidé traer un instrumento que necesito. – y salió dejando la puerta entreabierta.

Mi amigo quedó parado en el centro del cuarto en su desnudez, de espaldas a la puerta y retirado de su ropa. Sigilosamente entró una guapa enfermera, sin darse cuenta mi amigo de su presencia hasta que se situó dentro de su campo visual. El trató de no mirarla pero su esfuerzo fue inútil cuando la enfermera empezó a quitarse la blusa; ya estaba empezando a despojarse de otras prendas como hacen las exhibicionistas de desnudismo lento, cuando interrumpió el jueguito el doctor que había estado observando por una discreta mirilla diciéndole al simulador. –Vístase y reincorpórese al ejército, usted no está ciego. –

5 ¿El pie del muerto?

En las postrimerías de la guerra, en septiembre de 1918, la retirada del enemigo fue general y rápida, a tal grado que muchos días emplazábamos nuestros cañones a corta distancia de nuestras líneas de infantería y no hacíamos fuego, teniendo que avanzar nuevamente, tomar nueva posición donde también quedábamos pronto fuera del alcance de tiro. Estas maniobras se repetían durante todo el día. Solamente apoyábamos a la infantería con fuego de nuestras baterías cuando se detenía el avance por resistencia temporal enemiga. Cuando podíamos descansar lo hacíamos en algún albergue subterráneo que poco antes había sido habitado por el enemigo. Para nosotros, las puertas de estas guaridas estaban situadas al revés, ya que apuntaban a la línea de fuego cuando debían estar mirando la retaguardia.

Una madrugada aprovechamos de estos albergues para dormir un rato. Como no se podía prender la luz, extendimos nuestras frazadas en el piso, y sin quitarnos la ropa nos dormimos. Al poco tiempo desperté porque un pie con zapato de campaña me pegaba en la cabeza. Entre sueños le di un empujón a dicho pie y quise seguir durmiendo.

Me pareció que inmediatamente me dieron otra patada, como si alguno del otro lado hubiera, a su vez empujado. Como una maldición empujé nuevamente el molesto pie, y cambiando ligeramente de posición, pude dormir el poco tiempo que quedaba. Al romper el alba nos levantamos, yo con intención de regañar al compañero de la bata que no me dejó dormir. Cuando vi quien era el culpable no lo regañé. Era...un enemigo muerto.

6 Un segundo más o menos...

En el campo de entrenamiento del Canadá al sur de Otawa, teníamos un oficial que ¡nos hacía ver nuestra suerte! El verano es de días extralargos y el calor es intenso. Este oficial nos tenía horas practicando la colocada del cañón en posición de tiro y la salida y enganche al armón. Este ejercicio, estando el cañón emplazado, donde había que darle media vuelta al pesado cañón y levantar la cureña para engancharlo al armón fue en lo que pasamos muchas horas de largos días.

Al principio el tiempo se excedía por minutos, pero según concentrábamos nuestros esfuerzos, en cuestión de segundos. Fuimos recortando el exceso de tiempo hasta que por todo un día, hicimos la maniobra dentro de los pocos segundos que el exigía. No le veíamos la importancia que tenía un segundo más o menos a pesar que nos decía que lo hacía por nuestro bien, ya que un segundo que tardáramos más de la cuenta en salir de posición podía costarnos la vida.

La comprobación de la importancia de ese segundo, lo vimos en acción en Francia.

Estábamos frente a la ciudad de Cambrai en posición de tiro, y al contrario de todos los demás lugares desde donde hacíamos fuego, el campo de batalla por Cambrai lo teníamos visible como si fuera un mapa extendido.

Una de las baterías enemigas nos estaba haciendo fuego, por suerte con muy mala puntería. Contestamos el fuego y cuando se percataron que los habíamos localizado, trataron de salirse, pero desperdiciaron el fatídico segundo, dos de sus cañones volaron por los aires por nuestros tiros directos. Entonces me recordé de aquél oficial que tanta importancia le daba a un segundo.

7 Veinticuatro cañones por un canario.

En la guerra de trincheras, estábamos mucho tiempo línea frente a línea, dividida por la tierra de nadie. Los cambios de posición, ganancias y pérdidas no eran frecuentes. Pero siempre se trataba de dominar una sección del frente enemigo, para hacer quebrar la línea o conseguir estas ganancias limitadas. Ataque sorpresivo de la infantería con cortina, en callejón de metralla por la artillería; fuego intenso durante muchas horas de la artillería a las trincheras enemigas, seguido por ataque directo y por último explotar una mina bajo una sección clave de las trincheras enemigas, seguido pero casi simultáneo por ataque en masa de la infantería. Para conseguir este objeto se cavaban túneles desde nuestro lado hasta quedar debajo del objetivo. La mina que se colocaba y explotaba era suficientemente potente para causar un cráter de muchos metros de diámetro. El trabajo de excavación tenía que hacerse sin que se diera cuenta el enemigo, porque al saber que se estaba preparando una mina, o se ponía una contra-mina o se disponía a la defensa de manera que morían muchos de los atacantes y no se capturaba nada. Los mineros le temían a las concentraciones de gas en sus túneles, y para estar al tanto llevaban canarios en pequeñas jaulas.

Nuestra batería se encontraba emplazada a corta distancia de nuestras trincheras, con rumbo y distancia probado para tiro a la tierra de nadie, con el objeto de desbaratar cualquier ataque enemigo.

Una mañana recibimos la orden de fuego rápido y a voluntad y todas las baterías vecinas, incluyendo la nuestra, destaparon un fuego concentrado que difícilmente dejaría pasar persona alguna por las tierras de nadie. Volaba la tierra donde caían las granadas, pero no veíamos señales de atacantes o sus restos volando por los aires. No duró mucho este fuego concentrado, quedando como antes, haciendo fuego cada cañón a determinado intervalo de minutos.

Por la tarde nos visitó un oficial informándonos que la mina que estamos poniendo la explotarían por la madrugada, por cierto que luchamos dos días para podernos quedar con el cráter. Ya se retiraba el oficial cuando un curioso le preguntó a qué se debió el fuego de la artillería, ya que no vimos atacantes.

– Se escapó un canario y ustedes se encargaron de matarlo antes de que el enemigo lo viera. – ¡Cacería de un pobre canario por 24 cañones! Cosas de la guerra.

8 El cazador cazado

Durante un avance rápido cuando el enemigo convierte su retirada casi en una desbandada, se encuentran en el campo toda clase de material bélico, desde cañones de grueso calibre, infinidad de rifles y hasta ametralladoras ligeras. En varias ocasiones al tomar posición al galope pasábamos, obuses en buen estado y con una buena provisión de pertrecho. Tan pronto podíamos, parte de nuestro personal corría al obús, le dábamos media vuelta y sin hacer intento de apuntar a blanco específico disparábamos algunas salvas. Después llegaba personal de artillería pesada y ellos sí hacían buen uso de esos cañones abandonados.

Teníamos un compañero originario de Vancouver, joven de 18 años que por alto y fornido, pudo ser aceptado a pesar de su edad. Nos cansaba, al principio, con el recuerdo de sus hazañas como cazador y de lo bien que tiraba con el rifle. Conseguimos que dejara hacer tanto autobombo, recordándole cada vez que empezaba sus cuentos, que la infantería necesitaba buenos tiradores como él y que debería pedir su traslado.

Una mañana, este buen tirador y otro compañero fueron de excursión exploradora en las inmediaciones . Encontraron muchos rifles abandonados. Tomando uno, vio que tenía su carga y mientras lo alistaba buscaba con la vista algún buen blanco. A corta distancia vio una bala de cañón de gran calibre y le dijo al compañero: –Siempre han puesto en duda mi habilidad con el rifle. Ahora voy a demostrarte que sé muy bien pegar. Esa granada tiene su espoleta brillante , siendo de cobre el tiro dejará su marca.–

El compañero trató de disuadirlo diciéndole que la bala probablemente fue abandonada, lista para explotar y que si le pegaba a la espoleta seguramente reventaría.

El cazador no hizo caso del razonamiento de su compañero y mientras éste se tiraba al suelo, él apuntó con cuidado e hizo fuego.

Comprobó que era un magnífico tirador, ¡pero a qué precio! Un pedazo de la granada que explotó le cercenó limpiamente la cabeza.

9 Las botas del silencio

Por algún tiempo tomé parte en el abastecimiento de pertrechos haciendo viajes por las noches de los depósitos de municiones al emplazamiento de la batería. Cuando estábamos en los depósitos o cerca de ellos, podíamos hablar, reírnos y hacer ruido, pero al acercarnos a la batería, entonces el silencio era obligatorio. Los arneses tenían que estar envueltos en tiras para que no tintineara metal contra metal. Había que ver la primera vez que un caballo o una mula trataba de caminar con las bolsas de la lona que le poníamos como especie de calcetín, botas del silencio le llamábamos.

Generalmente nos acercábamos a las baterías en grupo, pero llegamos a descargar armón por armón. Los que terminaban su descarga tenían que esperar, a cierta distancia para formar nuevamente el grupo bajo las órdenes del sargento. Una noche que nos tocó descargar primero, el sargento nos preguntó si podíamos regresarnos solos, para que no estuviéramos esperando. Después de breve consulta decidimos que sí conocíamos el camino y lo emprendimos campo traviesa. Cuando calculamos que estábamos fuera del alcance de voz del frente, nos pusimos a charlar y hasta íbamos fumando con la lumbre, protegidas del puño. La noche no era de oscuridad total, pero nosotros no notamos que pasaríamos delante de un obús de grueso calibre, cuya posición estaba muy bien disfrazada con redes y ramas de árboles. Los cañoneros si nos vieron venir, se quedaron muy silenciosos pero cuando estábamos como a cinco metros justamente frente al obús, hicieron fuego. La confusión fue tan tremenda que levantó mi casco de acero que por suerte agarré antes que se escapara. Mientras tratábamos de controlar las caballerías y los artilleros se reían a carcajadas, nos destapamos en insultos, cosas que más halaridad les causaba; según nos retirábamos y mientras oíamos sus carcajadas, los estuvimos colmando de insultos. Hasta que llegamos a nuestro campamento empezamos a ver la aventura desde el punto de vista contrario y pudimos apreciar el evento como una buena puntada.

10 La batalla de Cambrai

La batalla por la toma de Cambrai, a fines del mes de septiembre y primeros días de octubre de 1918, la recuerdo como algo extraordinario por tener a la vista desde nuestras posiciones de la artillería todo el campo de batalla, y por lo tanto el único lugar donde pudimos ver el efecto de nuestro fuego.

En la primera batalla por Cambrai en noviembre [de] 1917, los aliados fracasaron, quedándoles solamente la experiencia adquirida, que fue bien utilizada en la segunda prueba. La ciudad estaba bien defendida tanto por la red de canales que cortan el territorio como por la línea defensiva denominada Hinderburg. Atravesar el canal del Norte, demoró nuestro avance un par de días debido a los contraataques del enemigo que obligaba la retirada cuando creíamos haber establecido una cabeza de playa en el margen opuesto. Una vez conseguido y consolidada nuestra posición del otro lado, hubo un lapso de relativa calma, mientras entraban en acción nuestros batallones de refuerzo, relevando a los que habían combatido durante dos días.

Después de la toma de Cambrai la retirada del enemigo fue general y rápida, al grado de que entre octubre 8 y noviembre 11, habíamos avanzado hasta Mons y entró en vigor el armisticio.

Mientras el cuerpo de ingenieros construía los puentes necesarios para que el grueso de nuestro ejército cruzara los canales, aprovechamos para aproximarnos más a los bordes del canal y allí estuvimos platicando con un Mayor de infantería que había tomado parte en el asalto y cruce del canal.

Era un joven, casi un muchacho, platicador, de quien emanaba simpatía. Vestía uniforme de soldado de infantería del ejército inglés y sólo se distinguía de los soldados rasos por sus insignias y su cinturón de oficial. Mientras contestaba nuestras preguntas y nos relataba que hacía menos de tres meses era Sargento y que se debía a las numerosas bajas entre los oficiales, el haber sido ascendido hasta el grado que ostentaba, yo lo observaba, recordando que a principios de la guerra los oficiales de infantería portaban sus uniformes muy distintos al de soldados, cabos y sargentos. El uniforme del oficial tenía cuello abierto y corbata, además del cinturón cruzado. Este tipo de uniforme facilitaba al enemigo a escogerlos como blanco por sus tiradores, y la mortandad en batalla aconsejó al mando que se modificara el uniforme. Como los oficiales generalmente pagaban por sus uniformes, la tela era de mejor calidad. Los de artillería, no modificaron sus uniformes, utilizando saco con solapas, camisa y corbata.

Mientras yo iba recordando estas cosas, el Mayor nos contaba que en el último contraataque al canal, a sus soldados les estaban faltando el brío necesario y entonces les gritó:

– ¡Miren para atrás! ¡No podemos fallar!

Sobre el terreno ligeramente elevado a la retaguardia, se veían los refuerzos como hormigas. Este espectáculo fue lo suficiente, según el Mayor, para que sus soldados tomaran y sostuvieran su conquista.

Interrumpí la amena conversación para hacerle una pregunta. –La mayor parte de los oficiales de infantería que he tratado – le dije, –son relativamente jóvenes y sobretodo muy simpáticos, en contraste con nuestros oficiales de artillería que son de mayor edad y no gozan con honrosas excepciones, de la simpatía de sus subalternos. ¿Por qué es esto? – El Mayor nos replicó: –Sus oficiales no tienen que ir a la cabeza de un ataque. Nosotros sí encabezamos los ataques y el que es antipático o injusto con su tropa, los mismo puede morir de una bala que le pegue de frente, que de una que le entre por la espalda.–

11 El pomo de mermelada

El cuerpo Expedicionario Canadiense recibía la misma clase de vitualla que las del ejército inglés. Entre los alimentos recuerdo dos que nunca nos faltaban. El té tres veces al día y las mermeladas empacadas por una famosa compañía inglesa de alimentos embotellados.

La taza de té que sirven a los invitados en algunas funciones sociales, es una bebida agradable por su gusto y delicado aroma y en su preparación, se siguen cuidadosamente los métodos establecidos para que no resulte amargo, ni pierda su aroma al hervirlo. El té que nos servían en el ejército era, al contrario, un brebaje amargo, turbio y de aroma acre. Sin embargo al poco tiempo de tener que consumirlo nos acostumbramos a él, y tomábamos grandes cantidades. Las mermeladas eran de lo mejor, pero de éstas no podíamos repetir libremente como hacíamos con el té . Estas mermeladas y jaleas venían en frascos de cristal, aproximadamente de medio litro; su contenido era repartido en varias raciones, disputándonos los puestos para que nos tocara la última ración del pomo, que nos daban con todo y envase, cosa que nos permitía llevárnoslo y consumir su contenido a cualquier hora que se nos antojara.

Una noche nos tocó acampar en un edificio de dos pisos que evidentemente había sido utilizado como granero. Al inspeccionar lo encontramos que aún contenía algo de heno y resolvimos pernoctar allí.

El Sargento nos amonestó inútilmente por arriesgarnos a dormir en un edificio que había sido ocupado el día antes por el enemigo, y que éste sabía su localización y seguramente lo bombardearía por la noche. Después de cenar nos acomodamos en la paja, para lo que esperábamos fuera un buen descanso. Todavía nos encontrábamos y platicando, con algunas velas encendidas discretamente protegidas, cuando llegó la primera granada. Oímos su trayectoria pero nadie se movió. La granada sobrepasó el blanco y algunos dijeron –Larga–. Siendo de la artillería sabíamos que la segunda debía ser "corta" y la tercera en el blanco, lo que llamábamos encerrar en un paréntesis.

Pasaron dos minutos para oír el silbido de la segunda que efectivamente cayó corta. En dos minutos más debía caer una sobre nosotros; dejamos sólo tres velitas encendidas para evitar fuego en la paja pero con ese espíritu fatalista que el soldado llega a adquirir, nadie tomó precauciones más que acomodarse mejor en el mullido colchón de paja. En completo silencio oímos el chiflido de la granada anunciando su llegada y la explosión fue en una esquina del granero. Volaban los pedazos de bala, agujerando las paredes, tan pronto acabaron de caer alguien preguntó si había heridos. Uno respondió que estaba herido; fuimos a ver encontrando que tenía un hueco en un muslo donde cabía el puño de la mano. Rápidamente le pusimos un torniquete y lo mandamos al puesto de emergencia. Otro contestó que estaba mal herido, que tenía la cara llena de sangre y hasta creía que le había explotado la cabeza. Efectivamente tenía la cara y el pelo cubierto con una capa de líquido rojo, pero notamos ya a la luz de una vela que no era el típico de sangre fresca y que no fluía. Uno de los compañeros tocó con su dedo. La "sangre" se metió el dedo a la boca y dijo: –Qué lástima que la mermelada de fresa se haya desperdiciado.–

Todos nos convencimos con una probadita, mientras le limpiaban la cara al herido encontrándole un rasguño no mayor de un centímetro de largo en una mejilla. En son de burla, después de aplicarle un desinfectante al rasguño, le aplicamos vendas y esparadrapos que le cubrían la mitad de la cara, con instrucciones que no dejara de ir al médico a la siguiente mañana.

Le había tocado su ración de mermelada de fresa con el pomo; que puso contra la pared a la cabecera de su lecho. Un pedacito de la granada atravesó el pomo materialmente explotándolo y un pedacito del cristal fue el causante del rasguño.

El resto de la noche la pasamos muy bien debido a la inexplicable circunstancia que el enemigo se conformó con las tres granadas que nos envió, sin repetir sus tiros.

12 Los dientes del cocinero

Recuerdo dos incidentes relacionados con la comida. El primero fue en el campo de entrenamiento del Canadá y es agradable su evocación. El segundo pasó en Francia y en cuanto a su amenidad ustedes juzgarán.

Tengo entendido que los ejércitos modernos tienen cocineros que han sido entrenados para el oficio. En nuestra época, el cocinero era un voluntario, a veces asumía el oficio por evitarse trabajos más arduos o simplemente por desear tener él en lo personal todo lo que deseara para comer. Con este sistema sufrimos algunos cocineros que ni como aficionados calificaban. Nuestras propuestas eran tan frecuentes como inútiles. Los oficiales que diariamente visitaban el comedor y preguntaban si había quejas, no ponían remedio. Claro; como ellos tenían comedor aparte con buen cocinero, siempre encontraban nuestras quejas justificadas. Hasta que un día conseguimos que cambiara el cocinero, no recuerdo si por uno mejor o por otro peor.

Nuestros aperos para las comidas eran simples, casi rudimentarios; además de tenedor, cuchillo y cuchara, teníamos la cantina, un artefacto redondo que se abría para separarlo en dos secciones. Una consistía de un plato de poca profundidad para alimento más o menos seco y la otra de mayor profundidad para sopa, té o comidas con salsa. Como generalmente el plato principal era un guisado de carne con vegetales y bastante salsa, comíamos primero esta ración y después enjuagábamos nuestro plato sucio para tomar el té.

Un medio día entró el oficial haciendo la misma pregunta, que ya nadie se ocupaba de contestar por inútil. Pero esta vez uno de los comensales dándole la cantina dijo –Tenga la bondad de probar esto– El oficial lo probó y sentenció –Es muy buena sopa– "buena sopa" contestó el soldado, "pero es té".

El cocinar para un ejército en campaña no era un oficio agradable, además de que entre tantos siempre hay un buen número que encuentra razones para quejarse del servicio. Por otro lado a favor del cocinero está el buen apetito de la tropa y que si no le gusta a uno lo que le dan, no hay ningún restaurant cruzando la calle a donde pueda uno cambiarse.

Las comidas tienen que ser simples, abundantes y alimenticias y sobretodo estar lista a su hora. Para cumplir con estos requisitos el cocinero ponía unos tablones sobre cajones o burros, a guisa de mesa y sobre esa mesa, picaba la carne en trozos cuadrados de 2 o 3 pulgadas, haciendo lo mismo con las papas que nunca faltaban y otros vegetales. Esta mezcolanza se echaba en unos grandes calderos con agua y condimentos y se ponía a cocinar. Otro caldero del mismo tipo servía para hacer el té.

Al recibir nuestra cena, el cocinero preguntaba a cada grupo según le despachaba que quién de nosotros le había escondido sus dientes postizos. Es natural que hubo muchas agudezas y burlas de nuestra parte, pero según más eran servidos y todos negaban saber de sus dientes, el cocinero se veía desesperar habiendo algunos que le ofrecieron decirle donde estaban sus dientes a cambio de un pomo completo de mermelada. Seguía el cocinero rogando, muy afligido, esperábamos verlo llorar cuando nos decía que hacía poco tiempo que se los había puesto, que no le importaba tanto el dinero sino que sin ellos no podía comer.

Los que ya habíamos sido despachados nos sentamos próximos donde pudimos, para no perder el hilo de las amargas quejas de nuestro cocinero y reírnos de algunas contestaciones. Ya algunos habían ido por su segunda ración, cuando escuchamos un grito jubiloso "ya los encontré".

Nos amontonamos para saber donde los había encontrado. El grupo que se formó, se desbarató al instante, algunos se alejaban a paso veloz, otros con más calma, al informarnos el cocinero con mucha alegría, que los había encontrado en el caldero de la sopa.

13 El entierro del caballo

En nuestro campo de operaciones, en la Europa rural, encontramos en algunas ocasiones caminos, que según la creencia popular, por haberse estado usando durante cientos de años, habían formado cortes profundos. Algunos llegaban a tener 6 a 7 metros de proximidad y más de 100 metros de ancho de manera que para tropas en marcha a campo traviesa eran un contratiempo por lo menos, pero cuando estas cañadas además, estaban defendidas por las tropas, ya no era un simple contratiempo sino un verdadero obstáculo.

Se le achaca a uno de estos caminos el haber construído a la pérdida de la batalla de Waterloo por Napoleón, al precipitarse en uno de ellos la carga de los coraceros imperiales. Sea esta fantasía o datos históricos, pudo haber sucedido.

Una sección de unos caminos hundidos, bien defendido por los contrarios, nos costó tiempo y vidas el desalojarlos. Bautizamos el local con el sugestivo nombre de "Valle de la Muerte". Recuerdo que los muros laterales, casi perpendiculares, estaban agujereados por muchas cuevas, construídas exprofeso para ser habitadas. Se apreciaba que nuestros contrincantes las habían habitado por largo tiempo.

Tan pronto se dispuso de los cadáveres de ambos bandos nos acomodamos en las cuevas. Yo me encontraba fuera de servicio debido a un golpe que había recibido en una pierna, por lo que estaba sentado en la puerta de mi cueva, teniendo a la vista la mayor parte del Valle de la Muerte, cuando vi a uno de nuestros sargentos acompañado de cinco prisioneros bajar por el acantilado contrario. Noté que el sargento iba bien armado y llevaba su máscara reglamentaria contra gas. Los prisioneros sólo llevaban pala cada quien. Por falta de otra cosa de mayor interés los seguí con la vista, algo intrigado por el objeto de su misión. Llegaron al primer caballo muerto que evidentemente había sido destripado por la explosión de una granada. Los prisioneros se pusieron a cavar una fosa próxima a los restos del caballo y cuando el sargento les hizo seña, arrastraron al caballo a su tumba y lo taparon con tierra. El segundo caballo también fue arrastrado a su fosa, pero como el cuerpo no había sido despedazado, estaba tremendamente inflamado, con las patas rígidas apuntando a los cuatro vientos. Los prisioneros al meterlo a la fosa vieron que ésta no era lo suficiente profunda para enterrarlo, lo sacaron nuevamente con muchos esfuerzos y continuaron la excavación. La distancia a [la] que yo me encontraba del grupo, no me permitía oír su conversación pero sí entendía los gestos. Después de escarbar un rato, el sargento ordenó a los prisioneros que ya estaba bien y metieran nuevamente el cuerpo del caballo. Uno de los prisioneros parece haberle dicho al sargento, que faltaba mucho por cavar para que tapara el cuerpo del caballo, pero el sargento insistió que lo metieran otra vez a la fosa.

Como era de esperarse, la fosa no tuvo suficiente capacidad, y casi se entendía que el prisionero le decía al sargento "yo se lo decía". Pero éste hizo seña que se esperara, calmadamente caló la bayoneta y se puso la máscara de gas. Yo muy interesado no perdía un detalle.

El sargento se aproximó al caballo y con varios golpes de la bayoneta, lo desinfló cerrándose las patas y en un momento ya estaba enterrado. Celebré el ingenio del sargento, sin dejar de compadecerme de los prisioneros que no tenían máscara contra el gas.

14 La venganza de los chinos

Para ejecutar los trabajos que requerían mucho personal no combatiente, como construcciones de caminos, librar de escombros edificios y muchos otros de índole parecido, los aliados importaron gran número de chinos. Atravesaban el Pacífico en barco, Canadá por tren y nuevamente por barco a Inglaterra o Francia. Sus contratos exigían que no llevaran a los frentes de batalla, donde pudieran estar bajo fuego enemigo, pero no se podía evitar que de vez en cuando sufrieran por los efectos de las bombas que dejaban caer, a retaguardia de algún avión enemigo.

Los chinos estaban vestidos uniformemente, pantalón y saco de material azul, similar a la tela de mezclilla, forrado de algodón y gorra también del mismo material, de manera que para nosotros era difícil distinguirlos individualmente. Solamente cuando encontrábamos alguno que ya hablaba algo de inglés, lo notábamos como individuo.

La defensa individual al estallar una bomba era, para nosotros, el tirarse al suelo, ofreciendo menos blanco a los pedazos de granada; pero los chinos tenían su propio método de protegerse, ¡se subían a los árboles! No había noche que al recibir la visita de algún avión enemigo, no cayera de algún árbol un chino como fruta madura, o tuviéramos que bajarlos mal heridos.

Un poco separado de nuestro campamento estaba un hospital, claramente marcado en sus techos con enormes cruces rojas, y próximo al hospital como buscando su protección, el campamento donde se recibían los prisioneros. Esto más bien que campamento era un área cercada con alambre de púa hasta un altura de tres metros, donde estaban los prisioneros solamente el tiempo que requería tomar los datos necesarios y enviar éstos con los prisioneros a campamentos definitivos; de manera que este cercado era como una jaula, y así la llamábamos.

Una mañana, después de haber padecido un bombardeo aéreo, que también causó víctimas en el hospital, estaban los chinos muy excitados, formando grupitos frente a las alambradas de la jaula y aunque no entendíamos ni una palabra de lo que se decían entre ellos, por los gestos y las miradas que dirigían a los prisioneros, era evidente que los culpaban del bombardeo de la noche anterior y de los muertos y heridos entre los chinos.

Pasaba un soldado australiano y deteniéndose en uno de los grupos chinos, preguntó si querían matar algunos enemigos; un chino que algo hablaba el inglés le expresó que debían vengar las muertes de sus compañeros. El australiano sacó de su bolsillo una granada de mano, le enseñó al chino como quitar el pasador de seguridad y le dijo que la tirara dentro del cercado. Mientras los chinos se disputaban quien la tiraba, el australiano se alejó.

El chino que le tocó el "honor" de tirar la granada, quitó el pasador y sin esperar los segundos reglamentarios, tiró el artefacto dentro de la jaula. Los prisioneros que la vieron caer entre ellos, se amontonaron lo más lejos que les permitió el espacio reducido de la jaula; al explotar la granada resultaron heridos más de diez de los prisioneros, y uno de los chinos que se pegó a la cerca para mejor ver el espectáculo.

Hubo un momento de tremenda confusión con las airadas voces de los prisioneros en alemán, quejas de los heridos y los gritos jubilosos y aprobatorios de los chinos. Apresamos al chino que tiró la granada mandándose por uno de los oficiales que los manejaban, conocedores de las costumbres y su idioma, y mientras se presentaba el oficial, los guardias atendieron a los heridos.

Después de que este oficial les hizo muchas preguntas, quedando enterado de los antecedentes nos explicó que por el sombrero, los chinos indicaban que un australiano les había dado la granada y las instrucciones. Nos preguntó si habíamos visto pasar algún australiano y naturalmente no lo habíamos visto. El grupo de australianos no era muy numeroso y el oficial ofreció formarlos para que los chinos señalaran al donante de la granada, pero éstos declinaron como inútil el acto, aduciendo que para ellos todos nosotros éramos idénticos y por lo tanto ellos no podían señalar al culpable.

15 El tenor Hessiano

Todavía nos encontrábamos en la fase de guerra de trincheras, donde las posiciones cambiaban pocas veces, cuando en nuestro sector se hizo costumbre que a las 3:50 de la tarde reinara un raro silencio. Dejaban de oírse los tiros de fusil y ametralladora y aún las baterías se abstenían de hacer disparos, sólo se oían los disparos de las baterías de grueso calibre y el silbido de sus balas en las alturas.

A las cuatro en punto trepaba sobre el parapeto de las trincheras contrarias, un soldado de infantería que sabíamos pertenecía a un batallón hessiano. Quedaba parado allí, tres cuartos de su cuerpo a plena vista, sin casco protector y sin armas en las manos. Pasando estos momentos preliminares empezaba a cantar con una voz fuerte de tenor, que a nosotros nos pareció tan buena como la de Caruso. Durante media hora nos deleitaba, lo mismo con trozos de óperas, que con canciones populares. Terminando su media hora bajaba del parapeto escuchando el aplauso general, de los suyos y de todos nosotros, y se reanudaba el ruido característico del tiroteo.

Durante algunas semanas estuvimos ansiosamente esperando que dieran las cuatro horas para oír al tenor hessiano y llegó a constituirse casi un rito el suspender el tiroteo en esa media hora.

Una noche nuestro batallón fue reemplazado por uno Franco-Canadiense y aparentemente ninguno de los relevados informó a la nueva guarnición sobre el pacto no escrito del silencio a las cuatro. Ese día el cantante muy confiado se paró sobre el parapeto y todavía no se acomodaba cuando cayó atravesado por muchas balas. Los hessianos, aparentemente sin órdenes superiores, se mandaron al ataque, de coraje, los nuestros repelieron el ataque y también sin órdenes contraatacaron. Lo único que hicimos los de artillería para mostrar nuestro disgusto fue no apoyar a los nuestros en su contraataque.

16 ... Agua para las cantinas

Durante la retirada general a los finales de la guerra, en muchas ocasiones acampábamos no ya en despoblado, sino que aprovechábamos los edificios habitables de lo que había sido un caserío o una granja.

Un atardecer nos encontrábamos sentados platicando después de nuestra cena, próximos a una casa donde habían establecido su comedor los oficiales, cuando llegó un mensajero del estado mayor de la brigada preguntando por nuestro oficial comandante y al indicarle nosotros que se encontraba en el comedor, titubeó y nos dijo con mucha seriedad: –Yo no traigo mensaje escrito, sólo un aviso y como no quiero molestar al comandante, se los diré a ustedes y me harán el favor de avisarle tan pronto como salga de su cena.–

Sin darnos cuenta de la malicia del mensajero, con poco entusiasmo le prometimos que pasaríamos su aviso. La noticia era que en uno de los canales que nos quedaba muy próximo , había dos chalanes que el enemigo estaba revolcando pero que no tuvieron tiempo de pasar antes de nuestra llegada y fueron abandonados. Que esos chalanes estaban cargados con botellas de vino y que naturalmente los oficiales se encargarían de aprovechar.

No acababa de decirnos de qué se trataba, cuando el campamento se quedó sólo con los oficiales y ayudantes . El personal de nuestra batería llegó primero, pero pronto se reunieron los de la brigada entera.

Todos tomamos del vino que estaba en las botellas de medio litro, pero comprendiendo que no nos podíamos quedar allí hasta terminarlo todo, empezamos a cargar lo que nos pudiéramos llevar. Las bolsas del uniforme fueron las primeras en rebosar. Las camisas y pantalones de montar se inflaron con el número de botellas que almacenaban. Solamente unos cuantos se quedaron tragando todo lo que podían, sin resignarse a dejar algo para los que llegaron tarde.

No recuerdo que esa noche en el campamento tuviéramos escándalo ni bulla, pero puede ser que sí lo hubo pero yo no estaba en condición de apreciarlo. Antes del amanecer, ya estaban las cornetas llamando para resumir la marcha. Algunos caminaban medio dormidos. Todo el traste que pudo contener líquido estaba lleno de vino. Con la complicidad de los sargentos se reportó el personal como completo; durante la mañana muchos se reincorporaron a sus puestos, habiendo solamente uno que nos alcanzó a los cinco días, informándonos que los chalanes quedaron completamente vacíos.

Cuando salió el sol y empezamos a sentir los efectos del calor, acudimos al vino de nuestras reservas. En la tarde el agua se hubiera vendido a precio de oro, pero las únicas cantimploras que contenían agua, eran las de nuestros oficiales.

17 Las damas del infierno

Entre las tropas que formaban la fuerza canadiense, estaba el batallón 42, cuyos componentes eran casi todos descendientes de escoceses. Su uniforme, idéntico al batallón hermano de Escocia. Éstos vestían la famosa faldita escocesa y los llamábamos cariñosamente "Las damas del infierno".

Había una reglamentación aparentemente aceptada por los contendientes que un oficial que se entregara o fuera capturado, podía pedir que un oficial de igual jerarquía lo recibiera como prisionero.

Un oficial de la jerarquía enemiga, con el grado de mayor, quien hablaba perfectamente bien el inglés, facilitó que fuera tomado prisionero, precisamente por una de nuestras "Damas", pero tan pronto vio que su captor le estaba quitando unos puros que le asomaban de la bolsa del uniforme, puso el grito en el cielo pidiendo a voz en cuello que viniera un mayor a recibir su rendimiento. Tanto escándalo hizo que vino el oficial del grado que él exigía tomándolo bajo su cargo. Ya para ese tiempo estaba rodeado de soldados del 42, pero nada más le habían quitado unos puros. Uno de los soldados llamó a un lado a su mayor sin duda para reportarle algo de mucha importancia. Mientras, el resto del grupo desvalijó al prisionero sin que éste dejara de gritar al que debía protegerlo, ya hasta que los nuestros le dieron una señal a su oficial que ya el hecho estaba consumado, se volteó hacia el furioso prisionero diciéndole con mucha parsimonia. –Venga usted Herr Mayor, que yo cuidaré que no le pase nada–. El desvalijado contestó: –Ya me pasó, le grité a usted y no me hizo caso. – – Sabe usted – le contestó el otro calmadamente, –con estos bombardeos que ustedes nos mandan me he quedado un poco sordo.–

18 Derribando globos

La guerra europea del 1914 al 1918 se puede dividir en cuatro grandes fases. Primera: Guerra de movimiento, pero en retirada por los aliados, segunda: Guerra de trincheras con escaso movimiento, tercera: Nuevamente de movimiento, pero en avance por los aliados y cuarta: La fase correspondiente a la ocupación del territorio enemigo. En éstas anécdotas se trata solamente de las tres últimas partes, ya que no estaba presente durante la gran retirada.

Durante la guerra de trincheras, los dos bandos contrincantes utilizaban como puesto de observación para informar sobre movimiento de tropas a retaguardia y para dirigir los tiros de artillería, globos cautivos. En la canastilla operaban dos observadores. Tenían comunicación telefónica con un operador en tierra quien a su vez, estaba conectado a la red de comunicaciones telefónicas. Los observadores usaban paracaídas que ya estaban desplegados, amarrados a los costados del globo, de modo que al tirarse, éste se abría inmediatamente, ya que la altura era escasa. No era muy raro que se soltara o reventara el cable de uno de éstos globos y se perdiera en las alturas. Con tiros de la artillería era cosa de suerte abatir uno de estos globos, pero sí eran fácil presa para la aviación. Para la fecha de que trata esta anécdota, la aviación había hecho algunos progresos y uno de ellos consistía en tener la ametralladora sincronizada con la hélice, de modo que para destruir un globo, el aviador tenía que volar en picada, disparándole al globo y pasarlo por encima para tomar nuevamente altura.

Tuvimos una corta temporada en la cual, todas la tardes perdíamos por lo menos un globo y un día contamos tres, abatidos por un avión enemigo. Su hora de llegada era a las tres de la tarde con bastante puntualidad. El aviador aprovechaba las formaciones de nubes que le permitieran llegar a nuestra línea de globos, exponiéndose a la vista lo menos posible, de manera que cuando lo llegábamos a localizar, ya estaba atacando. Consumada su misión se regresaba al territorio enemigo aprovechando otra vez, la conveniente formación de nubes. Al principio veíamos su hazaña con indiferencia como un entrenamiento y hasta cazábamos apuestas sobre cuál globo sería su víctima; una tarde perdió toda nuestra simpatía, conquistándose en vez nuestro odio colectivo al observarlo ametrallar deliberadamente, los dos observadores que descendían en paracaídas hiriendo a uno. El considerar esta acción como reprobable se debía a que todavía en esa fecha actuaban los aviadores como verdaderos caballeros de la mesa redonda del rey Arturo, suspendiendo los combates cuando al contrincante se le encasquillaba su ametralladora o se le terminaba el parque.

Por esta circunstancia deseábamos acabar con ese aviador, y a la hora acostumbrada todas las ametralladoras disponibles en tierras se encontraban bien dotados de parque y sus operadores listos. Tan pronto aparecía el solitario avión, se oía el tableteo de muchas ametralladoras, entre tanta bala esperábamos que alguna le tocara, pero era inútil, tumbaba su globo y se retiraba con uno más a su crédito. Y ¿nuestra aviación? Brillaba por su completa ausencia. Siempre llegaban tarde.

En nuestro afán por deshacernos de tan metódico adversario, se preparó un globo explosivo, para que al tirarle el aviador con sus balas trazadoras, lo hiciera explotar al momento que el avión pasaba por encima. Deducimos que con la explosión, el aviador perdería el control del avión y ya que no tenía mucha altura, antes de controlarlo nuevamente, azotaría. Este ardid no resultó pues el aviador sí hizo su picada, pero quien sabe porque se dio cuenta que no todo era normal y no hizo fuego. Esa tarde se salvó, pero se retiró sin haber aumentado su haber en globo destruidos.

Una tarde en que desde temprano habíamos notado que ni uno sólo de nuestros aviones estaba en el aire en nuestro sector a la hora de la visita, mientras todos los compañeros manejaban ametralladoras o rifles, yo me situé sobre una pequeña altura, escudriñando el firmamento en busca de nuestros aviones. Cuando el atacante salía de su banco de nubes protectoras y se dirigía a uno de nuestros globos cautivos, no había en el aire, a mi vista ni uno sólo de los nuestros. Dos minutos de que apareció el tumba globos conté 140 aviones nuestros. En vista de esa tremenda superioridad numérica, el incursionista optó por tratar de llegar a sus líneas. Fue perseguido por dos de los nuestros, alcanzándolo y abatiéndolo tan próximo a sus líneas que cayó en ellas.

Tenía en su haber 49 globos derribados. La tarde siguiente, de acuerdo con la costumbre, nuestro aviador que le eliminó, voló sobre el cortejo fúnebre dejando caer una corona de flores.

19 Su último disparo

Para el mes de noviembre de 1918 ya había la certidumbre que se terminaba la guerra por armisticio, hasta que el día 10 ya nos fue confirmada la noticia, al día siguiente a las 11 de la mañana empezaba el armisticio.

El día del armisticio íbamos marchando en columna por unos llanos, sin tomar gran precaución en cuanto al blanco que presentáramos al enemigo, ya que pensábamos que estando tan próximo el fin de la guerra, oficialmente, ya de hecho considerábamos se había terminado. Nos estábamos aproximando al pueblo de Mons en Bélgica, donde debíamos entrar a las once horas. El mismo día del mes en 1914, los ejércitos ingleses se retiraban de allí, después de perder una batalla a sus alrededores, y cuatro años después entraríamos oficialmente al mismo pueblo al momento de declarar el armisticio.

En el llano nos sorprendieron algunos tiros de cañón de mediano calibre que cayeron muy próximos a nuestra columna, sin que causaran bajas. Esto nos molestó, pero nos hizo comprender que todavía era lícito tomar vidas enemigas y que teníamos que ser precavidos.

No todo el personal relajó su vigilancia. Nuestros exploradores de cuya vigilancia y sagacidad dependía que no fuéramos sorprendidos en emboscadas o cayéramos en alguna trampa, seguían conscientes de su responsabilidad, investigando objetos o situaciones sospechosas, haciendo uso de sus rifles especiales y su buena puntería cuando lo creían necesario. Entre estos exploradores había uno que prestaba servicio desde el principio de la contienda, lucía además de sus galones dorados por heridas varias condecoraciones, ganadas durante sus cuatro años de lucha. Faltando quince minutos para el fin de la guerra, observó una persona que por el color del uniforme supo el enemigo, agazapado y en actitud sospechosa. Con la suspicacia producto de sus cuatro años de brega, sin más averiguaciones, le disparó. A su disparo acudió otro explorador y los dos investigaron. Encontraron un oficial del ejército enemigo. El tiro había sido mortal. Dedujeron que el oficial se había quedado atrás de sus tropas en retirada con la intención de entregarse.

Los dos exploradores se separaron, siguiendo cada quien su ruta. A las 10:55 el explorador que había acudido al disparo del compañero, nuevamente oyó un tiro y vio como se desplomaba del caballo su compañero.

También vio un soldado enemigo que galopaba a reunirse con los suyos en retirada y aunque le hizo varios disparos la distancia era mucha. Su compañero el explorador con sus cuatro años de lucha, había muerto cinco minutos del armisticio por una bala explosiva que le pegó en el centro de la frente. Se deduce que el oficial en su intento de entrega le encargó a su ayudante que vigilara a distancia, o este también proponía entregarse después de ver como le iba al oficial. En vista que al oficial no le fue nada bien, su ayudante, que parece que también era buen tirador, tomó venganza. Todo lícito, ¡ pero cruel como el mismo espíritu de la guerra!

20 Por una orden

Para nosotros la guerra terminó el 11 de noviembre de 1918 a las once de la mañana, precisamente cuando entrábamos a Mons un pueblo de Bélgica. No celebramos el evento del armisticio como se hizo en las naciones aliadas. Para nosotros, bien que comprendíamos que se había terminado la guerra de tiros, nos quedaba bastante que hacer y además no teníamos la seguridad
de que el armisticio no se quebrantara, y tuviéramos nuevamente contiendas bélicas. Según las órdenes y de acuerdo con los términos del armisticio, nuestra marcha de avanzada estaba sujeta a un método de tiempo y distancia. Nuestra marcha diaria estaba prevista, pero no podíamos aproximarnos a menor distancia de la ordenada de los ejércitos en retirada, y si por cualquier causa ellos nos se retiraban al ritmo convenido, nosotros debíamos frenar nuestro avance.

Con esta marcha lenta, por fin llegamos al río Rhin, que debíamos atravesar para ocupar algunas ciudades claves, dentro de Alemania en las riveras del mismo río. Llegamos una tarde, (esta fecha que debería serme memorable, ha escapado a mi memoria) a la ciudad de Bonn, ahora capital de la Alemania libre. Allí dormimos, acantonados entre los vecinos para levantarnos a las cuatro de la mañana aprovechando el tiempo en sacar brillo a nuestro equipo y acicalarnos en lo personal. Nos informaron la hora de pasada y que en una tribuna puesta al centro del puente sobre el Rhin, el General Haig pasaría revista tomando el saludo.

La mañana amaneció encapotada, con nubes bajas pero no llovía. A última hora de nuestra preparación todos nos dedicamos a doblar los abrigos. Esta es una operación que consume tiempo, pues el rollo resultante tiene que ser de un largo y grueso determinado, con el forro blanco hacia afuera y amarrado atrás de la silla de montar, también en determinada forma, detalles de mucha importancia ya que estábamos preparándonos para pasar revista ante nuestro máximo. Ayudándonos mutuamente, por fin quedó la batería con todos los abrigos propiamente enrollados. Ya estábamos en marcha aproximándonos al puente, cuando empezó a caer una de esas lluvias de finas gotitas y tal parecía que esa lluvia nos acompañaría durante el trecho del puente.

No era debido reconocimiento de algún mérito especial, sino por el simple hecho que cada batería le tocaba encabezar la marcha de la brigada por turnos diarios, y nuestra batería, ese día encabezaba la brigada; y por la misma razón el cañón al que yo pertenecía, iba a la cabeza de la batería. Mi puesto, entre el personal de la batería, desde poco antes del armisticio, era de conductor, pero de un par de caballos delanteros, por lo tanto ese día yo encabezaba la marcha. Cuando empezó la llovizna y persistió, sin tomar pareceres con nadie, le dije a mi compañero que me pondría el abrigo; el también lo hizo y por imitación o porque creyeron que era una orden, todo el personal de la batería desenrollaron sus abrigos poniéndoselos.

Ya estábamos a las entradas del puente cuando vino el oficial brigadier, tomando su puesto a la cabeza del desfile, seguido por nuestro comandante y éste por el corneta. Estábamos parados permitiendo el paso al puente de otras tropas, tocándonos a nosotros inmediatamente después. Una vez en el puente, el brigadier se adelantó para situarse en la tribuna, pero antes dio una orden; orden que para los que la oímos fue una sorpresa: -Quítense los abrigos y enróllenlos.- fue la orden. El corneta, volteándose en la silla de su caballo nos pasó esta orden: -Quédense con los abrigos puestos.- Yo oí la orden original, pero recibí la del corneta y sin titubeos pasé la orden recibida de "Quédense con los abrigos puestos", y oí como se iba transmitiendo la orden.

No tardó el corneta en pasar a retaguardia bajo arresto, guiñéndome un ojo al pasar.

Pasamos la tribuna, saludando reglamentariamente al general Haig y acompañantes, notando la disgustada cara de nuestro brigadier.

Casi terminábamos de salir del largo puente probablemente pensamos en las aventuras próximas al estar acantonados en una ciudad, cuando nos llegó la mala noticia. Ya no iríamos a la ciudad , sino a un pueblito insignificante y en campamento , además estábamos bajo arresto con límites dentro del campamento, por órdenes del brigadier.

Naturalmente que estábamos resentidos, no habíamos desobedecido las órdenes recibidas, hasta consideramos qué probabilidades tendríamos de quitarnos el arresto si protestábamos. Así los ánimos pasamos la noche. Al ser leída la orden del día, a la mañana siguiente, vino nuestro desquite. El general Haig comandaba nuestra batería como la mejor de la brigada porque todos, sin excepción, teníamos nuestros abrigos puestos. Se levantó el arresto, a pesar de la protesta del brigadier, enterándonos , y esto puede o no ser cierto, que al insistir el brigadier sobre la continuación del estado de arresto, le dijo el general que el que cambió la orden y los que no la obedecieron demostraron más sentido común que el que dio la orden.

21 ¿Mi última cena?

Mi actuación como miembros de las fuerzas de ocupación de Alemania fue breve. Regresé a Francia donde estuve recluido en un hospital, finalmente a Inglaterra y por fin al Canadá donde recibí mi licenciamiento.

Con esta anécdota, apropiadamente se termina la serie publicada, ya que con ella termina la parte activa de mis servicios.

En Coblensa, ciudad alemana, nuestros quehaceres no eran muy exigentes y el tiempo pasaba algo lento ya que no nos permitían fraternizar con los habitantes libremente y nuestros paseos y excursiones estaban supervisados. De todas maneras yo me animaba pensando que en el mes de enero estaría en París, con permiso de quince días.

Para fines del mes de diciembre me empecé a sentir mal de salud, con unos fuertes dolores de cabeza que la aspirina que me recetaban escasamente me calmaba a ratos. No había mayor manifestación además del decaimiento general y los dolores de cabeza. Después de una noche de insomnio, me reporté a la enfermería, percatándose el facultativo que tenía yo una muy alta calentura, diagnosticando otro caso de la influenza española. En el mismo edificio del cuartel, en una sala grande pudieron un camastro más y yo lo ocupé. No era propiamente un hospital, pero tenía algo de atención médica. No sé si fueron muchos o pocos los días que pasé allí, pero sí recuerdo el día de pascuas, el 25 de diciembre de 1918. Como es tradicional, ese día se preparó una gran comida de pavo asado y todos los buenos manjares que son el complemento de estas comidas. En el salón se armó una gran mesa donde se acomodaron todos, incluso los enfermos. Yo no sentía el menos deseo de participar, ni contaba con fuerzas para levantarme. Uno de los comensales preguntó a los compañeros porqué no comía yo, y al ser informado que estaba grave y que no había comido en los últimos dos días, se sintió samaritano y sirviendo un plato colmado, que por su abundancia hubiera satisfecho a un glotón, se acercó a mi lecho, ofreciéndomelo. Al negar yo por señas la aceptación de su generosidad me instó con las siguientes palabras. -No todos los días hay comida de navidad, aprovéchala, come hoy; total mañana te vamos a enterrar.- Muy consoladoras sus palabras, pero se equivocó. Al día siguiente me llevaron en camilla a un hospital y ahora más de 40 años después, todavía estoy vivo y haciendo recuerdos.

FIN

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